Nuevos apuntes sobre la literatura cinéfila
Archivado en: Inéditos cine, escribir sobre películas
De bien antiguo, desde antes de mi entrega al estudio de cuanto concierne a la realización cinematográfica, cuando era un mero espectador de la sesiones continuas -las maravillas del cine de los sábados- y también de las sesiones numeradas -el lujo de los domingos- de la Gran Vía y Fuencarral; a veces en el patio de butacas, otras en el entresuelo… Desde hace ahora justo 50 años, los transcurridos desde que en 1973 adquirí El cine, aquella enciclopedia de Buru Lan en fascículos semanales, que reservaba y encuadernaba en la papelería Gardevisa, ya cerrada, como todos los primeros negocios que hubo en las inmediaciones de la que aún es mi casa.
Fue allí, en esos entrañables ocho tomos -nueve con el Diccionario de actores-, donde empecé a leer sobre películas que había visto con la misma avidez que sobre las desconocidas, de las que tuve noticia en aquellas páginas y al punto soñé con ver. Aquellos artículos de El cine me aguijonearon. Empecé a buscar en todas las carteleras una sala que programase la proyección de las cintas de las que me hablaban, como dialogan los libros con quienes prefieren arder con ellos a perderlos en las hogueras de los bomberos de Fahrenheit 451. Tanto en la distopía de Bradbury como en su espléndida adaptación a la pantalla del gran Truffaut.
A menudo, la búsqueda del título en cuestión se prolongó durante décadas. Todavía es ahora cuando sigo esperando ver algunas de aquellas películas sobre las que leí por primera vez en el 73. Si entendemos la cinefilia como un camino, como ese recorrido que puede aplicarse a casi todo cuanto es humano -empezando por la vida misma, un trayecto en el tiempo con su principio y su fin: el nacimiento y la muerte-, El cine de Buru Lan fue mi primera guía en ese itinerario que ha acabado por ser la primera actividad de mi existencia: esa entrega absoluta al estudio de cuanto a la realización cinematográfica concierne.
Desde 1980, cuando comencé a ampliar mi biblioteca cinéfila con nuevas adquisiciones -Georges Sadoul, Jean Mitry, el Truffaut escritor, la Historia ilustrada del cine de René Jeanne y Charles Ford y un larguísimo etcétera al que esta misma semana he sumado nuevos títulos-, sostengo que mi afición al cine francés -además de tener su origen en la de mi madre- se alza sobre esos clásicos de la literatura filmófila gala que leí al principio de mi entrega absoluta a cuanto a la gran pantalla concierne. La cinefilia tiene en la literatura su máxima expresión, repito una vez más. Y no es sólo por todas esas películas que se perdían cuando el celuloide ardía por combustión espontánea -entre las que nunca me cansaré de referir La cabeza de Jano (F. W. Murnau, 1920)-, filmes míticos en toda la extensión de la palabra de los que sólo ha llegado a nuestros días la literatura que inspiraron mientras se pudieron ver. En la prosa cinéfila -el verso es otra cuestión-, hay más que la noticia de esas legendarias cintas anteriores al filme de seguridad, cuyo uso se impuso por ley en 1954 -aquel safety film, que aún figuraba en las cajas de los Tri X y el resto de los carretes de Kodak cuando practicaba la fotografía analógica-, cuya memoria ya sólo guardan los textos que inspiraron.
Ya en los primeros años de mi entrega, aquellas lecturas cinéfilas me dieron los argumentos para mis primeras teorías. Verbigracia, la de que el cine abandonó la imagen silente -en la que nació y alumbró su lenguaje- sin haber llegado a experimentar con ella hasta sus últimas consecuencias. Ese trauma, hacia el que llamó mi atención Fernando Méndez-Leite von Haffe -el padre del actual presidente de la Academia y uno de los primeros historiadores del cine español- en su espléndido estudio Las grandes escuelas del cine (Circe, 1980), ha marcado una buena parte de mi itinerario cinéfilo.
En efecto, esa observación ha sido uno de los pilares sobre los que he ido argumentando una buena parte de mi propio discurso -o perorata, como el lector prefiera-, que -como bien sabrá cualquiera que lea lo que escribo sobre el cine con cierta frecuencia- se basa, en un tanto por ciento muy elevado, en la nostalgia. Me explico:
Eso del paso del silente al parlante fue un trauma porque el tomavistas, que en cintas como la primera versión de Sin novedad en el frente (Lewis Milestone, 1930), rodada en el mutismo y sonorizada con posterioridad, la cámara alcanza una movilidad por las trincheras de la Gran Guerra que no volverá a verse hasta que Stanley Kubrick regrese a ese mismo conflicto en Senderos de gloria (1957). Un dinamismo que se pierde cuando el tomavistas debe blindarse para que su ruido no interfiera en el micrófono. Así las cosas, la cámara volvió al trípode, el rodaje al estudio y el cine a la teatralidad, siempre tan perniciosa. Desde que comprendí aquel trauma -inevitable porque la vida es sonora y el cine es su reflejo- siento cierta añoranza de la imagen silente.
En efecto. Con independencia de que, dada su extinción en las postrimerías de los años 20 de la amada centuria pasada, yo no la conociese -soy viejo, pero no tanto, nací en el 59, cuando el fulgor de los grandes formatos de pantalla-, la nostalgia de la imagen silente ha sido otra de esas guías en mi itinerario cinéfilo, uno de los asuntos sobre los que ha pivotado una buena parte de mi cinefilia. Es algo así como lo de esa gente que hace fotos con el teléfono y les suprime el color porque, en blanco y negro -del que yo mismo me serví, y amé, durante casi cuarenta años- las instantáneas les resultan más artísticas. Aunque el blanco y negro ya había caído en desuso cuando el fotógrafo telefónico vino al mundo.
El arte mudo, como llamaban a la pantalla silente René Clair, Charles Chaplin o Méndez-Leite von Haffe -que concibió esa narración fílmica en planos que ciento veinticinco años después sigue siendo la misma- es el cine en su expresión más pura. De ahí que mi inquietud por señalar todo lo que contamina el lenguaje cinematográfico -especialmente la perniciosa teatralidad, pero también asuntos tan prosaicos como la publicidad-, sea una constante en cuanto escribo sobre el cine, esa suerte de nostalgia a la que me refiero. Aunque nostalgia de algo que no viví.
Ciertamente, he visionado decenas de cintas mudas, a 16 fotogramas por segundo -su velocidad adecuada de proyección- y con pianista en la sala. Pero fue en la Filmoteca española, que al cabo no es si no un centro para la celebración de todas estas nostalgias a las que me refiero. Como la fotografía en blanco y negro a quien, mediante un menú del teléfono, suprime el color.
Publicado el 1 de diciembre de 2023 a las 19:00.